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Arte contemporáneo Textos

Crónicas en technicolor.
Pop, euforia y nostalgia en el arte argentino.


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Rodrigo Alonso

Para no ser un recuerdo, hay que ser re-loco
Federico Peralta Ramos

 

Espina   Pombo
Dalila Puzzovio. Dalila Doble Plataforma (1967). Zapato de cuero flúo. ampliar foto Marcelo Pombo. Skip Ultra Intelligent (1996). Stickers y acrílico sobre cartón.

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EN EL PRINCIPIO FUE EL POP

El arte pop tiene, en Buenos Aires (1), un desarrollo breve pero contundente, que marca a fuego uno de los episodios más activos de la historia del arte argentino. Con raíces en las corrientes simultáneas que se desarrollan en New York, Paris y Londres, producto de un fluido intercambio de información, artistas y críticos entre estas ciudades y la metrópolis porteña (2), el pop invadió con sus imágenes, su espíritu y su ideología un circuito artístico en expansión que se alineó detrás de las políticas desarrollistas con que se inauguraba la década de 1960.
El núcleo de todo este fenómeno fue el Instituto Di Tella (3), una institución de vanguardia que se puso como meta hacer de Buenos Aires una de las capitales artísticas del mundo. De la mano de Jorge Romero Brest, director de su Centro de Artes Visuales, un grupo de jóvenes artistas iba a encarnar las aspiraciones de una generación “frenéticamente decidida a ir adelante”, como lo expresara Germaine Derbecq (4), otra figura clave del florecimiento pop desde la dirección de la Galería Lirolay. Voluntad de internacionalismo, ansias de exposición y necesidad de establecer una clara separación con la herencia pictórica informalista alimentan esta explosión rebelde, cuya verdadera significación en el desarrollo del arte local no ha sido establecida aún.
Marta Traba los hace partícipes de lo que denomina “la década de la entrega”, el período en que las artes latinoamericanas ceden la búsqueda de su singularidad e identidad a las presiones de las agendas europeas y norteamericana (5). Pero su interpretación es necesariamente simplista, porque no termina de comprender el particular juego de fuerzas que se produce en la importación de una estética foránea al ámbito particular de una Argentina que crece con dificultad, en medio de un fervor cultural inusitado, una industrialización desorganizada e incompleta y la intermitencia de gobiernos democráticos débiles enmarcados por el avance decidido de las intervenciones militares (6).
Congeniar el entusiasmo por la cultura popular del pop británico, con la exaltación de los medios de masas, el espectáculo y el consumo del pop norteamericano, y la mirada a la vez crítica y nostálgica del nuevo realismo francés no fue una tarea fácil. El pop argentino agregó, además, un fuerte interés por la moda y el diseño, y una singular incorporación del arte de acción, las performances y los happenings, a toda esta mezcla. Y en el país del creador de Pierre Ménard, Autor del Quijote (7) no cabían las meras repeticiones ni las puras extrapolaciones. El pop argentino tuvo un entusiasmo único, que fue tan efímero como lo fue todo entusiasmo en una década tan controvertida. No obstante, esa fuerza insufló un espíritu de rebeldía joven y de inconformismo que se prolongaría en las vertientes de arte político que caracterizarían la segunda mitad de la década (8).
Los premios que otorga anualmente el Instituto Di Tella ven sucederse rápidamente las diferentes líneas estéticas que se desarrollan por entonces. En 1961 lo gana Clorindo Testa, con obras informalistas, pero en 1963 los premios son copados por la nueva figuración de Luis Felipe Noé y Rómulo Macció. El año siguiente es el triunfo del pop, cuando Marta Minujin y Emilio Renart ganan los premios principales, tendencia que se mantendrá hasta el año 1966, el último en que se otorgan los galardones (9). A partir del año próximo gana terreno el conceptualismo y en 1968 estallan los conflictos frente a la fuerte politización de los artistas.
En menos de una década, el arte argentino metaboliza a su manera el complejo panorama estético del decenio, no sin dolor, tensiones y complicaciones. Cuarenta años después todavía nos cuesta entender su lógica, y como todo conflicto sin resolver, retorna esporádicamente para reivindicar la potencia de su legado.
En su inesperada pero decidida adscripción al pop, los jóvenes artistas argentinos rompían con las investigaciones plásticas de la generación anterior para volcarse hacia un universo de temas urbanos, extra-pictóricos, de dimensiones monumentales, que rápidamente desembocaría en las ambientaciones, las obras participativas y los happenings. La pintura se confunde con el cartel publicitario (Edgardo Giménez, Dalila Puzzovio, Carlos Esquirru), con sus materiales y proporciones, pero también con su mundo artificial y naif (Edgardo Giménez, Nicolás García Uriburu), con su optimismo fundado en la felicidad del consumo, con su promesa de transformar la vida. La moda es el paradigma de una transformación mayor, una estetización de la existencia que rompería con las barreras entre producción artística y vida cotidiana (Delia Cancela, Pablo Mesejean, Dalila Puzzovio). Por eso, y a instancias del pop, a mediados de la década se declara la “muerte de la pintura” y se plantea una doble vía para los artistas: la inmersión en un arte identificado plenamente con la vida, que la incluye en acciones, procesos y proposiciones efímeras (Marta Minujin, Federico Peralta Ramos), o el abandono de la práctica artística en favor del diseño (Dalila Puzzovio, Edgardo Giménez), ámbito que aseguraba la salida de museos y galerías hacia los espacios de la cotidianidad. Así, el conjunto aparentemente apolítico de creadores pop deja los ámbitos privilegiados de la escena artística de la misma manera en que iban a hacerlo los artistas políticos, poco tiempo después, tras declarar la caducidad del sistema del arte y su incapacidad para dialogar con la realidad social.
Los pop abrieron la brecha entre la recuperación lingüística del sistema pictórico al finalizar la Segunda Guerra Mundial y la crítica institucional que sobrevendría al finalizar la década, de la mano de conceptualistas y vanguardia politizada. Su gravitación no fue menor, aunque si muy poco reconocida. Y aunque en muchos aspectos su obra se inspiraba abiertamente en los dictados del norte, su funcionalidad en el sistema artístico local fue bien diferente. Como lo fue Pierre Ménard en relación a Miguel de Cervantes.
En primer lugar, la incorporación de la imaginería de los mass-media iba a tener un efecto más demoledor en el ámbito argentino, ya que aquí el proceso no se dio por etapas, como en New York, sino todo de una vez. No hay en Argentina el equivalente a un Jasper Johns o un Robert Rauschenberg, introduciendo elementos ready-made o de la cultura popular lentamente, en un diálogo sutil con el expresionismo abstracto anterior. En Argentina no se producen tales transiciones; de la noche a la mañana la nueva figuración es reemplazada por el pop, con sus imágenes planas, esquemáticas y hasta infantiles. Se comprende perfectamente, por tanto, el escándalo y la violencia que produjo este hecho al interior del circuito del arte local.
Por otra parte, la inexistencia de un mercado de arte importante en Buenos Aires, el fuerte rechazo de los coleccionistas locales y la ausencia de la euforia mercantil que acompañó al pop norteamericano en su desarrollo, determinó que los artistas porteños estuvieran menos preocupados por la producción de sus obras que por esgrimir la ideología pop. En este sentido, fueron más allá de sus pares neoyorkinos al llevar la bandera del consumo hacia sus últimas consecuencias, es decir, hasta realizar obras que desaparecían en el momento mismo de su consumo (estético). La mayoría de estas producciones fueron efímeras, realizadas en materiales precarios o perecederos, pensadas con el único objeto de ser disfrutadas en el mismo acto de la contemplación-participación, sin dejar huellas.
Esta radicalización de la experiencia efímera y su desdén por el estatuto tradicional de la obra artística los llevó frecuentemente a realizar acciones e intervenciones en espacios no artísticos, o a cuestionar profundamente el ritual de la experiencia estética, a través de propuestas lúdicas, inmediatas, que valoraban la espontaneidad, la participación, la fruición no educada. “Nosotros nos autodefinimos como pop –afirmaba Marta Minujin– arte popular, arte que todo el mundo puede entender, arte feliz, arte divertido, arte cómico. No es un arte que es necesario entender, es un arte que es necesario gustar; que hace pop y lo entendés” (10).
Esta devoción por lo popular, por la gente común, por la abolición de los parámetros del mundo del arte, requirió formas más eficaces para borrar las barreras entre cultura de élites y cultura popular. Muchos artistas vieron en la moda y el diseño el punto de articulación. Estetizar la vida era ahora el objetivo a alcanzar; abandonar las instituciones, el paso necesario.
De todas formas, el fin del pop ya se preparaba dentro de la misma institución que lo había visto nacer. En 1967, Oscar Masotta, el teórico de mayor gravitación en el Instituto Di Tella, publica dos libros que analizan y legitiman la actividad pop de Buenos Aires: El “Pop-Art” (11) y Happenings (12). El primero analiza el fenómeno del pop internacional partiendo de los representantes nacionales; el segundo está dedicado exclusivamente al análisis de diferentes happenings locales. Pero al final del mismo año, Masotta dicta una conferencia que se publica al año siguiente con el título “Después del Pop: Nosotros Desmaterializamos” (13). Y efectivamente, el pop quedaba detrás, no sólo por el avance del conceptualismo, sino también, y quizás principalmente, porque el golpe militar de 1966 había desfigurado dramáticamente esa atmósfera de entusiasmo, popular y callejero, que había sido el norte de los artistas pop. Varios artistas emigran, otros se dedican exclusivamente al diseño. Su relevo dentro del circuito del arte no podrá evitar la interpelación de los nuevos tiempos, el enfrentamiento con el gobierno, la creciente politización, y en muchos casos el exilio.

AMARGO SABOR DE LA ERA MENEMISTA

Tras la lenta pero progresiva recuperación democrática de los ochenta, Argentina ingresa, al igual que la mayoría de los países latinoamericanos, en un proceso de liberalización económica que se traduce en una momentánea pujanza económica. La privatización de las empresas públicas, la apertura indiscriminada al capital internacional, la progresiva destrucción de la industria nacional y el reemplazo de su producción por la importación, son algunas de las variables sobre las que descansa una política de fortalecimiento monetario que se disfraza de solidez económica y bonanza financiera.
Buenos Aires, que fue siempre una ciudad consumista alentada por la fantasía de una burguesía casi indestructible, ingresó rápida y casi brutalmente en un proceso de modernización financiera y tecnológica, de ampliación de los mercados y de los bienes de consumo, de inserción decidida en el circuito de las economías globalizadas. La omnipresencia social de los productos mercantiles incentivó nuevamente la mirada de los artistas hacia su entorno, tras otro período de importación estética que caracterizaría el arte de la década del ochenta: la transvanguardia (14).
Inmersos en un mundo espectacular y consumista, que parecía borrar de un golpe las miserias de un pasado tormentoso de violencia política y terrorismo de Estado (15), los artistas de los noventa dirigieron nuevamente su mirada a ese universo de felicidad empaquetada y crédito ilimitado que se prometía desde la publicidad, los medios de comunicación, las políticas de gobierno y las propias superficies, brillantes y relucientes, del packaging de los productos comerciales.
El camino que emprenderán será, sin embargo, completamente diferente al de sus pares norteamericanos de la commodity sculpture (16). Porque frente a la tibia ironía de éstos, su lugar central en el mercado del arte y su coqueteo exagerado con el mundo publicitario y mercantil, los artistas porteños opondrán una estética íntima, descentralizada, más bien cínica, que trasmuta al objeto de consumo en un bien sospechoso, portador de una seducción distante y unos valores ambiguos.
La actitud de estos artistas es bien diferente también a la de los artistas pop de los sesenta. Ante todo, no reivindican a éstos como sus antecesores, aunque algunos muestren algún interés por su obra. Esta desvinculación no obedece únicamente a una falta de interés: la dictadura ha cortado los lazos entre unos y otros, al punto tal que la obra de los artistas pop es poco conocida por los artistas de los años noventa. Pero el alejamiento obedece más bien a una actitud completamente diferente: los artistas de los noventa no comparten en absoluto la euforia consumista de su época. Por el contrario, su obra es la arena de un conflicto entre la creación artística y el mundo de los objetos estetizados por el imperativo del consumo. Ese conflicto es asumido de manera particular por cada uno de ellos, ya que no constituyen un movimiento organizado ni existen pautas formales que los congreguen. Se trata más bien de un sentir, de una incomodidad compartida, que cristaliza principalmente en un grupo de creadores aglutinados por Jorge Gumier Maier en la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas, perteneciente a la Universidad de Buenos Aires.
Su preferencia por los objetos banales, las imágenes vulgares, los patrones decorativos, los colores pastel, y su declarada ausencia de todo posicionamiento político les valió el mote de “arte rosa”, “arte light” y hasta “arte guarango” (17). Pero su obra está lejos de ser naif, y si bien se ubica lejos de cualquier declamación política, su imbricación con el mundo del consumo se plantea en términos tan problemáticos que no dejan de traducirse en comentario político. En algunos autores este hecho es más marcado, otros lo rechazan de manera contundente.
Desde el punto de vista de los procedimientos formales, la mayoría de estos artistas recurren a la apropiación, aunque lo hacen de manera diferente. Algunos extraen patrones compositivos de los productos de consumo masivo, evidenciando lo que el mercado establece como el gusto estándar de la clase media
(Gumier Maier), otros componen objetos sofisticados a partir de materiales vulgares (Omar Schirilo), otros intervienen directamente sobre los productos comerciales (Marcelo Pombo, Feliciano Centurión). Hay un uso deliberado del kitsch y de los materiales de baja calidad (Benito Laren), de las técnicas de producción artesanales ajenas al circuito del arte –como el bordado (Fernanda Laguna) o el bricolaje (Omas Schirilo)– y una exaltación de las estridencias, los colores chillones, los brillos (Ariadna Pastorini, Román Vitali, Cristina Schiavi). 
Las referencias a la moda (Ariadna Pastorini, Nicola Costantino), los textiles (Marina de Caro) y la decoración (Karina El Azem) son igualmente constantes. Menos comunes son las citas a los medios de comunicación masiva, aunque no está ausente la publicidad (Marcos López), la máquina de deseo del erotismo mediático soft (Martín Di Girolamo) y todo el ámbito de la producción “clase B” de cuentos infantiles, historietas y fanzines (Sebastián Gordín). Llama la atención la escasa incidencia de los universos de la televisión, el cine, las revistas de moda, el glamour, las imágenes globalizadas, las estrellas, las personalidades políticas o del deporte. Asimismo, es rara la utilización de recursos tecnológicos en la confección de las piezas, con la excepción de unos pocos artistas (Luis Lindner, Cristina Schiavi).
En realidad, estas ausencias no son tales, ya que esta vertiente del arte argentino de los noventa no es declaradamente neo-pop. No hay en ellos la voluntad explícita de revitalizar tal tendencia histórica, ni lazos firmes que los emparienten con los artistas de los sesenta. De hecho, esta fue una de las grandes controversias suscitadas por la exposición 90-60-90 realizada en la Fundación Banco Patricios en 1994, donde se intentó llamar la atención sobre las afinidades. Unos y otros desconocieron la filiación, cerrando la posibilidad de un análisis conjunto.
No obstante, aunque la referencia histórica concreta no exista, los temas, las relaciones con el mundo del consumo, los materiales, las estrategias apropiacionistas, los recursos formales y una particular visión sobre el universo de la cultura popular, ubican a estos artistas en la línea de las reflexiones inauguradas por el arte pop. En algunos casos esa génesis no se oculta: la serie fotográfica más importante que desarrolla Marcos López en este período lleva por título Pop Latino.
Un atributo común a esta generación de artistas es la insistencia sobre la factura artesanal de las obras y el carácter personal de las referencias a la cultura popular. Las piezas están atravesadas tanto por la mano de los artistas como por sus preferencias, deseos y recuerdos. Hay un alto grado de subjetividad en cada una de sus pinturas y objetos; las referencias culturales aparecen en ellos filtradas por un punto de vista singular insistentemente marcado.
En este sentido, y a pesar de todos sus esfuerzos por separarse de sus antecesores transvanguardistas, mantienen con éstos un grado de afinidad importante. Aunque recurran a patrones que repiten mecánicamente, o incorporen imágenes y materiales ready-made, valoran la expresión individual y son recelosos de la impersonalidad conceptualista. Destacan el placer de pintar, descreen de la épica vanguardista y valoran el eclecticismo formal que tanto les permite mezclar lo “bajo” y lo “alto”, como recurrir a todo tipo de recursos y materiales, sean éstos “artísticos” o no.
La importante presencia de la abstracción, de las superficies planas y la geometría, hizo que algunos críticos vincularan su producción con la corriente del arte concreto que floreció en Buenos Aires hacia la década de 1940 (18). Pero los vínculos no dejan de ser superficiales y extemporáneos. No sólo los artistas de los noventas no se sienten próximos a la fría estética concreta, sino que su pensamiento y actitud respecto de la obra artística se oponen radicalmente a las de aquéllos. Los artistas concretos seguían un programa específico, de neto corte ideológico, tendente a transformar la vida mediante un universo de formas reales, no ilusorias, que destruirían la tradición ilusionista del arte burgués implantando el reinado de las formas concretas, acordes al advenimiento de una sociedad materialista. Ningún idealismo similar anima a la generación finisecular. Bien por el contrario, hay un rechazo frontal a todo ideologicismo, a toda intención de cambiar o incluso intervenir de alguna manera sobre la realidad. Su aproximación a ésta es más bien cínica, reticente, desconfiada, vestida de distancia e indiferencia.
Hay igualmente distancia en relación al pop histórico. Si bien ambos exploran el mundo del consumo y la cultura popular, lo hacen desde perspectivas muy diferentes. Donde los pop históricos vieron un mundo de formas originales, dinámicas y expansivas, producto de una sociedad pujante que expresaba a través del consumo sus ansias de cambio, su renovación y optimismo, los artistas de los noventas constatan la fragilidad de tal pensamiento, la superficialidad de los cambios, el confort superfluo, el fracaso de la felicidad fundada en la acumulación de objetos, el altísimo costo espiritual que conlleva la persecución de tal felicidad.
Ningún momento más propicio para esa constatación que el período menemista, ápice del despilfarro y el esnobismo, tiempos de “pizza con champagne”. En el excesivo entusiasmo de aquellos días, en medio de una irreflexiva carrera por la dicha y el progreso, en épocas de grandilocuencias y exageraciones, los artistas se refugian en la intimidad, en obras de pequeño formato y materiales burdos, en los márgenes de la pompa mediática y la euforia neoliberal. Allí, hasta la abstracción decorativa se hace elocuente (Gumier Maier), el paciente bordado sobre frazadas de baja calidad traduce el dolor del SIDA (Feliciano Centurión), los cuentos infantiles se llenan de angustia (Sebastián Gordín). Catálogo de efectos colaterales de una Argentina enferma.

ONÍRICO Y PRIVADO (19)

A diferencia de las múltiples corrientes que fueron sucediéndose a lo largo del siglo veinte, los artistas de los noventa hicieron escuela. Un importante grupo de jóvenes creadores reconocieron en ellos una vía válida para una producción analítica, de tono local, que les permitía seguir ahondando en los terrenos de la imagen plástica, en la encrucijada planteada por los medios de difusión masiva, el espectáculo, el consumo y la industria cultural.
Sus producciones siguen más o menos las mismas pautas formales que las de sus antecesores, si bien las influencias del diseño, los nuevos materiales y las tecnologías parecen más marcadas. El trabajo artesanal sigue siendo un valor ponderado, como lo es también la construcción de un universo propio, incluso a partir de las imágenes más estándares y los referentes más impersonales. Sus temas son preeminentemente urbanos, con una fuerte preferencia por la cotidianidad, los momentos banales, los acontecimientos intrascendentes. Muchos de estos motivos provienen del registro fotográfico (Juan Tessi, Lorena Ventimiglia, Eloisa Ballivian), si bien las imágenes de circulación popular siguen siendo fuente de inspiración (Martín Di Paola, Fabián Bercic). Los materiales industriales reemplazan con frecuencia a los tradicionales, incluso en la técnica pictórica (Valeria Maculan, Hernán Salamanco, Andrés Sobrino). Nuevamente triunfan las formas planas, de colores cálidos o estridentes, que por momentos recuerdan el mundo infantil (Hernán Salamanco, Max Gómez Canle) y por momentos remiten a la síntesis digital (Cristina Schiavi, Iván Calmet, Bruno Grisanti).
Como sucedía con cierta rama del pop, la descontextualización extrema de los referentes populares transforma las obras en herméticas. Despojadas de sus vínculos con el entorno social, se debilita su poder asociativo, pierden su “narrativa” y su “significado”. Los elementos más comunes y cotidianos adquieren un halo de misterio, una presencia insondable (Daniel Joglar). En otros casos, la arbitrariedad en la elección de una imagen o motivo se descubre fundada en el gusto o la historia personal del artista, en sus deseos, sus sueños o sus recuerdos. El universo individual sigue siendo el valor más preciado, más aún en aquellos artistas que construyen su obra a partir de una composición singular de imágenes o motivos aparentemente inconexos (Luis Lindner, Manuel Ameztoy).
A diferencia de lo que ocurría con el pop histórico, para estos artistas la cultura de masas ya cuenta con un desarrollo y una historia. La frecuente cita a productos e imágenes del pasado les otorga un carácter nostálgico, completamente ausente en el pop de los años sesenta. Este hecho entronca con el reciclaje y la estilización de toda la iconografía de los años cincuenta y sesenta que se da concomitantemente en el ámbito del diseño gráfico, en su búsqueda permanente por escapar a la homogeneidad de la cultura visual de nuestra época. Por eso la nostalgia debe entenderse en términos más bien situacionistas: no se trata de un sentimiento de evasión frente al presente, de la exaltación de un pasado sacralizado o de la manifestación de un gusto decadente, sino de enfrentar el mundo actual desde una posición personal, conciente y hasta propositiva.
Los ámbitos de la moda y el diseño continúan siendo fuertes en la escena argentina. Pero si antes se pensaba que el arte se disolvería en estos ámbitos, que la puerta para llegar a la vida misma se abría en ellos, hoy el diseño es principalmente un repertorio de formas, una herencia visual compartida o un tesoro de patrones socializados a partir de los cuales la realidad penetra en el sustrato de las obras artísticas. El proceso histórico que institucionalizó al pop de los sesenta se encuentra aquí realizado desde el origen: las formas populares son recuperadas para un circuito del arte que desde aquella época ha reforzado su autonomía.
La presencia del diseño se siente con intensidad en la obra de quienes exploran la vía de la abstracción geométrica, que en muchos casos se desempeñan como diseñadores gráficos (Andrés Sobrino, Julia Masvernat, Lucio Dorr). Pero en sus obras se pone en juego una subversión de la esencia del diseño, algo que ataca el corazón mismo de tal práctica. Porque sus líneas, superficies y figuras geométricas, en colores planos y saturados, carecen de toda funcionalidad y son opacos a la lectura interpretativa. La simplicidad refuerza ese hermetismo, suavizado a veces por la sensualidad de los materiales (Julia Masvernat), la factura artesanal, el juego con el espacio (Andrés Sobrino) o la incidencia de la iluminación (Valeria Maculán).
El uso del ámbito expositivo es un elemento clave en la poética de estos artistas. Al igual que los pop británicos, son amantes de la ocupación del espacio, la monumentalidad, la desjerarquización de las diferentes calidades de imágenes, los cambios de escala, las perspectivas cambiantes, sin entrar de lleno en las instalaciones o las ambientaciones. De hecho, estos formatos están cada vez más ausentes en la escena artística argentina, quizás porque se los identifica con cierta moda que atravesó la década del ochenta, o quizás porque el video y las nuevas tecnologías los han invadido.
En todas estas presentaciones hay una apuesta al dinamismo y la espontaneidad, que recupera la atmósfera jovial, desacralizada y emocional con que se ha identificado frecuentemente el pop histórico. Los recursos tecnológicos han hecho su aporte a este desborde estético (Cristina Schiavi, Iván Calmet) aunque se lo encuentra igualmente en obras realizadas por estrictos medios artesanales (Manuel Ameztoy).
Esta expansión responde también a un espíritu renovado, que encuentra en la práctica artística un medio para recuperar la belleza, el placer y la sensibilidad. Expurgados del mundo del arte por una moral culposa, que los descartó como posibilidades en el contexto de un mundo convulsionado, los artistas reconstruyen hoy el lazo que el arte mantuvo históricamente con la aesthesis, con el universo sensible, como una forma de recomponer su potencialidad, incluso en un sentido político.
Y en esta apuesta han descubierto que el camino no está clausurado.

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Publicado en:

Inoxidable Neopop (catálogo). Santiago de Chile, 2006.


NOTAS

(1) El arte pop es un fenómeno urbano que surge en ámbitos metropolitanos específicos. Es una generalidad hablar de pop norteamericano o británico, ya que esta corriente se desarrolló casi con exclusividad en New York, en el primer caso, y en Londres, en el segundo. En Argentina pasa algo similar; el pop nacional tiene como epicentro a la ciudad de Buenos Aires, aunque existan algunas manifestaciones fuera de ella.

(2) Durante la década de los sesenta numerosos críticos, artistas y galeristas ligados a las principales corrientes artísticas de la época desfilaron por Buenos Aires, desde Clement Greenberg a Lawrence Alloway, desde Leo Castelli a Pierre Restany, desde Robert Rauschenberg a Frank Stella.

(3) La Fundación Torcuato Di Tella fue creada en 1958 con fondos provenientes de la empresa Siam Di Tella, a los que luego se sumaron fondos de organismos internacionales. En 1960 comienza el programa de arte, que adquirirá visibilidad a partir de la inauguración del edificio del Instituto Di Tella de Buenos Aires en la céntrica calle Florida y su Centro de Artes Visuales, en 1963.

(4) Citada en TRABA, Marta. Dos Décadas Vulnerables en las Artes Plásticas Latinoamericanas, 1950-1970. Buenos Aires: Siglo XXI, 2005.

(5) TRABA, Marta. Ibídem.

(6) La década se inicia con un flamante gobierno democrático, tras la retirada de los militares de la presidencia en 1958, pero en 1966 los militares vuelven a ocupar el poder hasta 1973.

(7) BORGES, Jorge Luis. “Pierre Ménard, Autor del Quijote” (1939), en Ficciones. Buenos Aires: Emecé, 1956. En este cuento, Borges relata la historia de un escritor que re-escribe el Quijote, palabra por palabra; la significación de la nueva obra, no obstante, es bien diferente de su predecesora, ya que el cambio de contexto determina una lectura diferente.

(8) Sobre la politización del arte argentino hacia finales de la década de los sesenta se pueden consultar: GIUDICI, Alberto. Arte y Política en los Sesenta (cat.exp.). Buenos Aires: Fundación Banco Ciudad, 2002; GIUNTA, Andrea. Vanguardia, Internacionalismo y Política. Arte Argentino en los Años Sesenta. Buenos Aires: Paidós, 2001; LONGONI, Ana y MESTMAN, Mariano. Del Di Tella a Tucumán Arde. Vanguardia Artística y Política en el ‘68 Argentino. Buenos Aires: El Cielo por Asalto, 2000.

(9) A partir de ese momento, y a pedido de los propios artistas, se eliminan los premios. En su lugar se realizan exposiciones anules por invitación, y el dinero que se destinaba a los premios se reparte entre los participantes para financiar las obras.

(10) Citado en LÓPEZ ANAYA, Jorge. Historia del Arte Argentino. Buenos Aires: Emecé, 1997.

(11) MASOTTA, Oscar. El “Pop Art”. Buenos Aires: Columba, 1967.

(12) MASOTTA, Oscar, et.al. Happenings. Buenos Aires: Julián Álvarez, 1967.

(13) MASOTTA, Oscar. “Después del Pop: Nosotros Desmaterializamos”, en Conciencia y Estructura. Buenos Aires: Corregidor, 1990.

(14) En 1982, el crítico italiano Achille Bonito Oliva visita Buenos Aires promocionando el arte de la transvanguardia italiana. Ese mismo año se inauguran dos exposiciones de artistas argentinos que adoptan la nueva estética: La Anavanguardia, curada por Carlos Espartaco, y La Nueva Imagen, curada por Jorge Glusberg.

(15) La violenta dictadura militar del período 1976-1983.

(16) Tendencia de la década del ochenta, conocida también como simulacionismo, que trabaja sobre las relaciones entre productos de consumo, mercancía y mercado del arte, cuyos representantes más destacados son Jeff Koons y Haim Steinbach.

(17) La denominación “arte light” pertenece al crítico Jorge López Anaya (en “El Absurdo y la Ficción en una Notable Muestra”, Diario La Nación, Buenos Aires, 1 de agosto de 1992), mientras el mote “arte guarango” fue acuñado por Pierre Restany (en “Arte Guarango para la Argentina de Menem”, Lápiz, 116, Madrid, noviembre de 1995).

(18) Esta interpretación fue elaborada por Carlos Basualdo para la exposición Crimen y Ornamento (1994) y es sostenida aún hoy por algunos críticos, como Fernando Farina (por ejemplo, en “No Crear sino Inventar”, Lápiz, 158-59, Madrid, diciembre de 1999/enero de 2000). Una crítica a esta visión puede encontrarse en el artículo de Valeria González, “Arte Argentino de los 90: Una Construcción Discursiva”, en ALONSO, Rodrigo y GONZÁLEZ, Valeria. Ansia y Devoción (cat.exp.). Buenos Aires: Fundación Proa, 2003.

(19) Título de la muestra curada por Florencia Braga Menéndez en la Fundación Telefónica en 2004, con gran parte de los artistas mencionados en esta sección.


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